Aunque Fassbinder escribió su versión de la obra de Goldoni en la Alemania de los años 60, su crítica de una sociedad obsesionada con el dinero, el sexo y las apariencias a día de hoy resulta aún más oportuna que nunca.

Si para Goldoni un café representaba una isla de decencia moral en una ciudad que flotaba deprisa sobre un mar de codicia y corrupción, para Fassbinder esa esperanza de salvación ha desaparecido casi por completo. Aquí, la trama se ha reducido a una febril danza del deseo, deseo por la satisfacción carnal y la acumulación de riqueza material.

Incluso se ha perdido la distancia física necesaria para el debate sobre el nuevo orden socioeconómico: el café ha sido invadido por el casino, los dos espacios son intercambiables como lugares destinados al comercio de cosas de todo tipo, monetario y sexual. El amable y generoso personaje de Tráppolo —por lo visto, rasgos que se están quedando obsoletos— no puede ofrecer resistencia alguna al comportamiento de los demás personajes, que se asemeja cada vez más al de unas máquinas, con sus “miradas en blanco, despiadadas como el sol”, como decía William Butler Yeats.

En última instancia, a través de su escritura para el teatro, Fassbinder presenta como ofrenda su propia resistencia. Pese a que no haya esperanza para Tráppolo, a nosotros como público.

El café nos invita a cuestionarnos cómo podemos empezar, en el plano individual o colectivo, a apartarnos de nuestra criminal obsesión por lo cosmético para volver a conectar con lo real.

Dan Jemmett